Milonga del ángel

 
Te puse esta canción para dormir en el parlante de la computadora apoyada en la mesa de plástico plegable que se acomoda sobre la cama de los enfermos. Dormiste como un niño después de decirme que la canción era preciosa. Una se ve a sí misma oficiando de madre sustituta que acompaña a conciliar el sueño de la muerte. Supongo que yo ya lo sabía cuando te puse Milonga del ángel, que quería que te acompañe un angelito del Río de la Plata, uno que haya jugado al fútbol en la calle con una tapita de refresco. Un ángel descalzo, de once años, caminando solo por dieciocho de julio, colgándose del balcón del apartamento del piso ocho, pidiendo monedas en la esquina para pagar la entrada del estadio Centenario. Apenas había aprendido a caminar y me acuerdo del sol de frente y todo el cielo fundiéndose con el mar manchado de río revuelto y salado en Santa Isabel, de las olas grandes sin guardavidas, de caber sentada en tu antebrazo y de ver venir de frente la espuma, como enseñándome a ponerle el pecho a la alegría. Ibas a criar una hija valiente. -Respirá hondo. Nunca antes había sentido la fuerza del agua. En tu abrazo entendí que la intensidad no lastima, que hay que dejar que la ola te revuelque hasta la orilla y que hay que rasparse hasta que el ardor te cause risa. Te reíste, como cuando me escondí entre los pastos de la chacra para verte matar un chancho. Álvaro con su saco de franela cuadrillé, las frazadas de lana emparchada, la primera vez que tuve de frente una falsa coral. El día del chancho me habían dejado adentro de la casa y yo me había escabullido. Te reíste cuando me oíste entre los pastos, era hija tuya, definitivamente, y me llevaste en brazos hasta la casa de madera mientras el chancho chillaba. No lo describo como un trauma, lo describo como un acto ceremonial que me preparó para que a los doce viese morir una vaca a manos de mi primo, parada entre una congregación de hombres, unos más viejos que otros, enseñándole a los más chicos a cargar con el peso de la sangre del mundo y a tener el porte para alzarse sobre los cobardes. Supongo que más allá de que quisiste criarme como a una mujer quisiste que entendiera la dinámica de la carnalidad. El mundo se compra y se vende muy caro. En Argentina gana el que más roba. En la mesa se come sólo con hermanos. Mis novios son culpables hasta que se demuestre lo contrario. “Amigos no, co-no-ci-dos”. Hija de pato, patito. El olor de un fósforo permanece hasta después de que se consume. Hay vidas que son así, rápidas. Me dijeron que una vez, cuando tenías treinta, te colaste con tus sobrinos en una fiesta de Punta del este, que parado en tu metro noventa y tres te bajaste los lentes de sol y le dijiste al patovica “-Estaba adentro” y pasaste nomás, dejándolo perplejo y confesándoles “-Me caminó, me caminó” A tus sobrinos.
Cuando te fuiste me imaginé que en las puertas del cielo, miraste por arriba de tus lentes y a San Pedro le dijiste al oído “Estaba adentro” y te dejó pasar.