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CreĂ que te perdĂa de vista, no podĂa terminar de confeccionar tu imagen, las partes se me aparecĂan solas, la sombra detrás de tu oreja (bendito sea Dios), el lunar avanzando hacia adelante, el pozo negro en el lagrimal, el aljibe; nunca más vi asĂ un ojo blanco. Era muy tarde para las flores (sin duda) y muy temprano para el invierno, se avecinaba el calor desĂ©rtico, la muerte de cada año.
La vida se termina en fuego, eso nadie más lo supo.
(Dios me perdone)
Iba pasada ya la tarde lánguida y la hora en que nuestro primo Esteban (El Loco, XXII) elevaba rutinariamente sus ojos a las nubes como atraĂdos por un imán gigantesco. Los Ăşltimos rayos del dĂa eran violetas sobre el cuerpo partido por en medio y los gritos Ăşltimos habĂan cesado en rojo. Cerezas. Yo nunca habĂa visto morir a una oveja, vos tampoco y la verdad es que no vi más que una de sus patas delanteras reflejada en tu ojo blanco darle cuerda a sus gemidos de niña. —Los animales saben reconocer los ojos—me decĂa, y no podĂa borrar de mĂ la imagen del cordero buscando en los tuyos una respuesta al lenguaje previo al signo (suplico, era un corderito no una oveja, Dios me perdone) y no encontrando más que espectadores sin sonrisa.
CreĂ que el sacrificio te rejuvenecĂa y que recobrabas de a poco la nociĂłn de tu propia sangre viajando por tus conductos. Yo te miraba y si creĂa perderte de vista era porque te perdĂa, nacĂas de nuevo mientras ella morĂa y no podĂa yo pensar que aquello no era lo más hermoso (por mi culpa, por mi culpa, por mi gravĂsima culpa).
Luego recuerdo que en la mesa me coloquĂ© una servilleta sobre la falda para no manchar mi seda frĂa de ocasiĂłn de cumpleaños, reĂa nerviosamente (¡QuĂ© vergĂĽenza!) y mis rodillas se imaginaban desvestidas, hincadas sobre el pedregullo.
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