Viajaba con mi amiga Gabriela en tren por Buenos Aires. Ibamos hacia una estación que se llamaba San Rafael. La estación en la vida real no existe y en mi imaginario el nombre de San Rafael se vincula a un barrio en Punta del Este en el que, con el lado pituco de mi familia, pasábamos los veranos cuando tenía entre tres y ocho años. La casa de San Rafael, que quedaba cerca del hotel, se llamaba Alta blanca.
Ibamos en el tren y esta estación era la siguiente después de Retiro, que en el plano de la vigilia siempre es la estación final cuando viajo desde Martinez hasta capital. Empezaba a caer la noche aceleradamente y yo me preocupaba por la reducida posibilidad de volver y por si efectivamente llegaríamos al último tren.
El atractivo de San Rafael era que tenía una catedral como la de la Sagrada Familia pero rosada [todo muy Argentino] [y fácil la asociación con la cuestión de la familia pituca].
Cuando llegábamos ya había caído la noche y el último tren de vuelta pasaba en minutos, mirábamos la catedral desde afuera por detrás de unas rejas y nos disponíamos a atravesar el bañado que separaba la estación de llegada de la de regreso.
Cuando llegábamos embarradas a la otra estación veíamos que todo alrededor había construido un asentamiento y que los habitantes eran indios de aspecto Charrúa con arcos y flechas. Recuerdo lanzarle una mirada de complicidad al que tenía el aspecto más homosexual para que me ayudase a subir del pantano y así evitar ser tomada como esposa contra mi voluntad.
10/05/2023
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